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EL RADIOAFICIONADO PATITIESO

LA SOMBRA DEL ZAFIO

LA SOMBRA DEL ZAFIO

C O N T E X T U A L I Z A N D O

Este artículo fue escrito en marzo de 2007. Era la continuación de uno anterior que, como aquél, pretendía enseñar una moraleja a través de una historia inventada, usando un personaje ficticio en una situación imaginaria, pero que podía ser, en alguna ocasión, muy próxima a la realidad. Sin embargo, ocurrió algo increíble; el autor se encontró con su propio zafio, tal como le ocurre al protagonista del cuento, que provocó una situación esperpéntica confundiendo la ficción con la realidad e involucrando a terceras personas en un proceso kafkiano en el que, personas que debían mostrarse conciliadoras, porqué en su mano estaba terminar con aquella locura, se dejaron amilanar por las formas groseras del individuo y terminaron por matar al mensajero.

 

En definitiva, este es el cuento que causó tanto pavor a Digo, que lo vetó. Vean si había para tanto.   

   

LA SOMBRA DEL ZAFIO

 

Hace unos meses ya les relaté como había transcurrido el nacimiento del zafio. Hoy me propongo contarles una aventura que le ocurrió a un radioaficionado que tuvo la mala suerte que su camino se cruzara con este individuo.

 

Como sabrán por los periódicos, en algunas zonas del estado español se ha llevado la especulación del suelo, y por consiguiente de las viviendas que en él se edifican hasta extremos increíbles. Pero algunas personas, sin ánimo de comerciar, pudieron beneficiarse de la subida generalizada de precios. Esto le ocurrió a un radioaficionado que conozco. Tuvo suerte y pudo vender su pisito comprado en los años setenta por veinte veces su valor de entonces. El hombre estaba muy contento pues el dinero conseguido lo reinvertiría en una nueva vivienda más grande y mejor situada.

 

Quedó un día con el vendedor de la inmobiliaria para que le mostrara el piso que quería comprar. Mientras le iban enseñando las habitaciones, algo le llamó la atención. En una de las habitaciones pequeñas, la que él ya imaginaba donde montaría su pequeño estudio, vio cerca de la ventana un pequeño agujero. Se acercó y se dio cuenta que comunicaba con el exterior, que daba al patio de luces. Mientras el vendedor iba tejiendo la red para convencer a su señora esposa sobre las excelencias del pisito, el hombre se acercó disimuladamente a la ventana y abrió el postigo. Sacando la cabeza al exterior, miró hacia arriba y vio unos cables que bailaban al compás del leve viento que circulaba por el patinejo. Un vistazo le bastó para darse cuenta que aquello eran cables coaxiales… Un poco perplejo se unió a las otras personas y en cuanto pudo meter baza en la conversación que mantenían su esposa con el vendedor, pidió subir a la azotea para comprobar el estado general del edificio, para asegurarse que la cubierta estaba en buen estado sin posibilidad de futuras goteras.

 

El ascensor subió a los tres un par de pisos más arriba y el vendedor les acompaño abriendo la puerta que daba acceso a la terraza comunitaria. Nada más acercarse a la caseta del ascensor ya pudo ver que, arrimado a una de sus paredes, existía un dado de hormigón que no podía ser otra cosa que la base de una torreta de antenas de radio.

 

El vendedor, muy perspicaz, siguió la dirección de su mirada y exclamó - ¡No se preocupe, el dueño de estos hierros ya no vive aquí!- Alberto, que así se llamaba el hombre, muy prudentemente, se abstuvo de responder, pero en su interior empezó a sonar una alarma. ¿Qué había querido decir el vendedor con aquel comentario? Por supuesto, él no había dicho nada sobre su afición ni sus deseos de instalar una torre para sus antenas. Esto lo guardaba para cuando pudiera asistir a la primera asamblea de vecinos, pero la inquietud crecía más y más en su interior, así que por fin se decidió y  comentó al vendedor que le gustaría conocer al presidente de la junta de vecinos de la escalera, antes de tomar una decisión definitiva para comprar el piso.

 

En aquel preciso momento, otra persona apareció en la terraza y se dirigió hacia ellos. El vendedor, con una amplia sonrisa, exclamó -¡Mire que casualidad, este señor que se acerca es el presidente que usted quería conocer! El hombre se acercó a ellos con una sonrisa y tras las oportunas presentaciones, empezaron a hablar de las múltiples cualidades del edificio y de las importantes conexiones con los servicios públicos de transporte, acceso rápido a las entradas y salidas de la ciudad y otras cosas que les interesaban a ambos. En un momento dado, Alberto, nuestro radioaficionado, halló la manera de preguntar, lo más inocentemente que pudo, qué había ocurrido con el propietario de aquella base de hormigón. La cara del presidente de la escalera cambió radicalmente, pasando de la simpatía al malhumor. –¡Ah!- Exclamó –Se refiere usted a “esto”. Pues es la herencia que nos dejó cierto individuo del que todos queremos olvidarnos- Y añadió -¡Menudo elemento- Alberto no pudo aguantar más la curiosidad y le rogó que le explicara que había pasado, a lo que el presidente aceptó, invitándolos a bajar hasta su piso para que tomaran un refresco.

 

Una vez instalados cómodamente en el sofá, el presidente empezó su relato, secundado por su mujer. Resulta que el individuo era el anterior dueño del piso que Alberto se disponía a comprar. -¡Era un chalado de las antenas!- Comenzó hablando la mujer del presidente. –Sí- añadió el presidente -Por lo visto era un radioaficionado- a lo que el vendedor terció –Ah, ¿pero aun existen esa gente? Yo pensaba que con eso del interné y los móviles ya habían desaparecido... La mujer se levantó para servir un poco más de café a los invitados mientras añadía –Pues el nuestro estaba bien vivito y coleando- a lo que el anfitrión añadió –Más que coleando, yo diría que incordiando- Y continuó –Se empeñó en montar una gran torre en la terraza que ha visto, con enormes antenas. En la reunión de vecinos le dijimos que pusiera algo más discreto, pero el se empeñó en seguir con su proyecto. Cuando nos llegó la carta de Telecomunicaciones, alegamos que ni el sitio por él elegido ni el tamaño de la antenas nos parecía bien. Por toda respuesta nos denunció en base a no sé que ley de antenas que dijo le permitía montar sus antenas donde le diera la gana. Por suerte nuestro abogado entendía un poco y el juez tenía muy claro que el derecho individual no prima sobre el colectivo, así que perdió el juicio. Desde aquel momento nos hizo la vida imposible.

-Era una especie de basilisco. Se pasaba el día vociferando que se las íbamos a pagar, que no veríamos nunca más la televisión y que él, que había sido del comité de empresa de una multinacional sabía como conseguir sus propósitos de la manera que fuera.

 

Mi amigo estaba horrorizado. ¡Cómo iba ahora a decirles que él también era radioaficionado y que entre sus proyectos estaba montar una antena en el mismo sitio que había dejado libre aquel energúmeno!

 

El vendedor debió observar algo raro en la cara del comprador, así que enseguida terció –Bueno, bueno, pero esto ya pasó. ¡Ya no vive aquí!

-Es cierto- apostilló la mujer del presidente –Por fin nos deshicimos de él. Como no pudo montar sus antenas y tenía a todos los vecinos en contra, al final puso el piso a la venta y se fue con sus antenas a otra parte.

-Lo que es seguro es que nuca más admitiremos en nuestra comunidad a un radioaficionado- Aseguró categóricamente la mujer. Hemos hablado con el abogado y el administrador de la finca y antes de vender este piso nos aseguraremos que no es para un radioaficionado. ¿Usted no será uno de estos chalados, verdad?- Alberto, con el semblante blanco como la tiza balbuceó algunas palabras ininteligibles mientras se levantaba tirando de la manga del vestido de su esposa. Agradeció las atenciones de sus anfitriones y alegando que tenían cierta prisa se despidieron.

 

El vendedor se dio cuenta que había perdido la venta. Mientras se daban la mano, le preguntó sin ambages –¿Usted es radioaficionado, verdad?- Alberto lo miró tristemente y asintió con la cabeza. –Lo siento. El piso nos gusta mucho, pero tenía intención de pedir permiso para instalar unas antenas discretas, casi invisibles desde la calle, pero en vista del mal ambiente que ha dejado nuestro antecesor, no nos queda más remedio que seguir buscando una nueva vivienda.

 

El vendedor asintió comprensivo mientras decía –No se preocupen, les encontraré otro piso donde admitan antenas, siempre que sean discretas como usted me asegura. Pero, vaya flaco favor le ha hecho su colega. No se puede ir por el mundo avasallando a la gente de esta manera.

-Desgraciadamente, hay algunos radioaficionados que actúan de esta forma- explicó Alberto, y añadió –La mayoría son buena gente y entienden perfectamente que la Ley de Antenas no es una patente de corso que pasa por encima de los derechos de los demás ciudadanos. Casi todos los radioaficionados que conozco son respetuosos con las ordenanzas municipales y las normas vecinales, y procuran desarrollar su afición con discreción, sin molestar a otras personas, pero aún quedan unos pocos energúmenos que se creen con derecho a todo. Los radioaficionados llevamos demasiado tiempo mirándonos el ombligo y no nos damos cuenta que la sociedad ha evolucionado mucho, mientras que nosotros nos hemos ido quedado al margen, por una evidente falta de preparación, tanto en los aspectos técnicos como sociales. Culpamos de todos nuestros males a los ayuntamientos, a los radioclubs, a Telecomunicaciones, etc. sin darnos cuenta que los verdaderos culpables somos nosotros.

 

-Lo peor de todo –añadió su mujer- es que tú te esfuerzas por explicarlo a tus compañeros de afición y sólo recibes palos e incomprensión- Y concluyó -No sé porqué pierdes el tiempo escribiendo.

 Alberto asintió tristemente y en silencio mientras en su interior gritaba – ¡Maldito seas 3 veces zafio!  Tendrás lo que te mereces...                

 

1 comentario

Nando -

Pues sí, pese a quien pese mucha gente tiene hoy en día esta visión de los radioaficionados.