¡OH, NO, OTRA VEZ FREQUENCY!
Todos tenemos un vecino o vecina incordiante. A mi me ha tocado una viejecita angelical que siempre ha mirado con mala cara que instale antenas en el tejado del edificio en que vivimos. Hubo una temporada, cuando los periodistas desencadenaron la psicosis de las radiaciones de la telefonía móvil, que mi querida vecinita emprendió una dura cruzada para que desmantelara mi instalación. Casi lo consigue. Si no llegó al final fue porqué la antena parabólica de los del cuarto, los aparatos de aire acondicionado de los del tercero, segundo y primero, los toldos multicolores de los del quinto y el sexto y, la terraza cubierta de los del ático, amén de los tres gatos y los dos realquilados de la viejecita, eran quienes estaban, en realidad, en la más absoluta ilegalidad. Esto los detuvo, no mis documentadas explicaciones, que no entendían o no querían entender.
De cualquier manera, mi viejecita siempre me miraba muy sería cuando nos encontrábamos en el ascensor y, algunas veces, se quejaba de dolores de cabeza o resfriados imaginarios, cuando se celebraba la reunión de vecinos y, muy sutilmente, los achacaba a las radiaciones “esas” Como el resto de vecinos ya habían sido informados de la completa legalidad de mi instalación, tanto por el administrador de la finca, como por los servicios técnicos de la Jefatura Provincial de Telecomunicaciones, se limitaban a sonreír y comentarle lo bien que se veía a pesar de sus presuntos achaques, cosa que ella agradecía finalmente con una sonrisa coqueta.
Pero anoche todo cambió. Era la noche del primer domingo del nuevo año y por la tarde, una de las cadenas de televisión había programado, una vez más, diversas películas sentimentaloides, para acrecentar los deseos navideños y consumistas de los espectadores. Como ya habían quemado la serie de “los fantasmas que atacan al jefe” y sus sucedáneos, buscaron algo que, sin ser estrictamente dedicado a la navidad, al menos tocaba la fibra sensible de algunos espectadores. Desconozco cuales fueron los criterios para escoger la película “Frequency” pero, a media tarde se consumó, una vez más la proyección de este aberrante e indocumentado film.
No voy a comentar su escandaloso argumento, que gira en torno a una imposible y esperpéntica radiocomunicación entre un padre, fallecido hace más de veinte años, con su hijo, sumido en un mar de contradicciones y confusiones, propias del gusto norteamericano. Desconozco en que estado mental escribió, el guionista, semejante desvarío, que en tan mal lugar nos deja a los radioaficionados, que por obra y gracia de Holliwood, nos convertimos en médiums, capaces de establecer contactos con el “más allá.”
Según parece, a mi viejecita vecina le encantó, y vio “la luz” A eso de las ocho de la noche, cuando bajaba la bolsa de la basura hasta el contenedor de la esquina, coincidí en mitad de la calle con la señora que también se disponía ha hacer lo mismo, vestida con su batita de boitiné y sus zapatillas forradas de lana, con una diminuta bolsa en su mano, que lucí el logo de un supermercado del barrio. Al principio casi no la miré. Me limité a saludarla educadamente y acelerar el paso, con la intención de adelantarme para evitar la vuelta juntos. Prefería subir a pie los cinco pisos antes que hacerlo en el ascensor, junto a ella y su eterno resentimiento por culpa de mi antena.
Pero la abuelita me superaba ampliamente en experiencia y, cuando yo iniciaba mi apresurada retirada, se plató ante mí diciéndome:
-“¿Oiga, joven, haga el favor de esperarme. Quiero hablar con usted!”
Me frenó en seco. Acto seguido con pasitos diminutos y sin ninguna prisa, echó su bolisita al contenedor y volvió hacia mí con una sonrisa en su boca, luciendo una blanquísima y perfecta dentadura, que sus buenos dineros la había costado.
Cuando llegó a mí, me cogió del brazo y me dirigió hacia el edificio. Levantó la cabeza hacia mí y, con una nueva sonrisa me dijo:
-“Joven, usted tiene una emisora de radioaficionado, verdad?”
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Ya empezábamos de nuevo, pensé. La voluntad de la viejecita era dura como el granito, pero, algo me decía que había un cambio en su actitud. Parecía más amistosa, incluso cordial. Pero no me fiaba. Su vocecita aguda interrumpió mis pensamientos.
–“Joven, me gustaría visitarle en su domicilio para que me enseñara esta emisora. Estoy muy interesada en ver hasta donde es capaz de llegar.” Estaba tan sorprendido que no sabía que decir. Ella se impacientó y, levantando la voz insistió:
-“¿Me está escuchado usted, joven?”
-“S... sí, señora. Cuando usted desee” acerté a decir, y añadí: “-Mañana por la tarde estaré en casa...”
-“¡Estupendo, pues vendré a tomar el té a eso de las cinco!. Gracias.” Y soltándose de mi brazo, se llevó una mano a la boca profiriendo un agudo silbido que me dejó casi sordo. Inmediatamente, un diminuto perro pequinés, o algo así, apareció de detrás de un coche, corriendo alborozado en pos de su dueña. Me saludó con un ademán de su blanca mano y se alejó junto a su perro.
Durante unos instantes quedé parado en mitad de la calle, totalmente desorientado. Las luces de un automóvil me sacaron de mi ensimismamiento. Subí a mi casa y se lo conté a mi esposa. Le dio un ataque de risa y, entre carcajadas, me avisó que no volvería a dejarme bajar la basura, porqué aprovechaba para ligar con lindas señoritas.
Al día siguiente, después de comer con la familia, me dediqué a sacar el polvo depsitado encima de mis equipos de radio. Comprobé que todo funcionaba bien. Puse en marcha un viejo televisor en blanco y negro que guardaba en el fondo de un armario, para asegurarme que, incluso aquel viejo cacharro no percibía ningún tipo de interferencia y, finalmente, preparé la mesita del salón con un mantel de hilo, regalo de mi suegra, encima del cual deposité una bandeja con tazas de té, la tetera, el azucarero y un plato con galletas. Venía la vieja gruñona, y quería causarle buena impresión con la hospitalidad de mi familia, a ver si olvidaba su maldita obsesión con mi antena de radio y nos dejaba en paz de una vez.
Puntual como un reloj, sonó el timbre a las cinco en punto de la tarde. Vestido con mis mejores pantalones tejanos y bien repeinado y afeitado, abrí la puerta luciendo una cordial sonrisa, que fue correspondida con una exhibición de dentadura perfecta por parte de nuestra vecina. Sin cortarse en absoluto, entró en mi casa como si la conociera de toda la vida. En realidad, debía ser así pues los pisos son calcados unos de otros. Se aposentó en mi sillón preferido y esperó a que le sirviéramos el té. Al cabo de un rato se cansó de hablar de temas intrascendentes y fue directa al grano.
-“Ya va siendo hora que me enseñe su aparato de radio, ¿no le parece?”
Me levanté y la acompañé hasta el rincón donde tengo instalados mis equipos de radio, que no son muchos ni muy modernos, pero suficientes para lo que hago. Los miró atentamente. Me pareció que prestaba especial atención al equipo de decamétricas, un viejo trasto a válvulas, que ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Me miró y dijo:
-“¿Vio usted la película que dieron ayer por el canal 6? Esta viejecita conseguía desorientarme cad vez que hablaba. Me quedé con la boca abierta hasta que acerté a balbucear:
-“¿Película? ¿A cual se refiere?”
-“Si hombre, a la del radioaficionado que habla con su padre muerto”
-“¡Ah, sí, digo no! Quiero decir que no la he visto, pero se de cual me habla.”
Me miró muy seria y respondió:
“Pues no debería perdérsela. Incluso debería tenerla grabada en video o deuvedé”
“Verá, señora...” respondí, -“no creo que este tipo de películas reflejen fielmente a la radioaf...”
-“Escúcheme con atención joven” me interrumpió. –“Como ya debe saber, soy viuda. Mi marido murió hace algunos años. Formábamos una muy buena pareja pero él, en los últimos meses antes de su muerte, sufrió una enfermedad que lo dejó prácticamente sin recuerdos. Sin memoria. Fueron tiempos difíciles. Él era muy meticuloso y organizado. Lo tenía todo archivado pero... ¡a su manera! Sólo él sabía donde tenía guardadas las cosas.”
Yo seguía con atención sus explicaciones pero no acertaba a ver donde quería llegar ni que relación esa historia personal con mi equipo de radio. Pareció que se daba cuenta de ello y abrevió.
-“Pues bien, joven, viendo la película, esa que se titula “Frequency”, pensé que, tal vez,
usted podría ayudarme. Cuando mi marido murió se perdió una importante documentación. Toda la familia conoce su existencia pero nadie sabe donde está. Hemos revuelto mil veces la casa y buscado en todos los lugares, pero no aparece por ninguna parte. Necesitamos estos papeles para formalizar el testamento para mis nietos.”
-Lo entiendo, señora, pero no se que relación...” empecé a decirla pero, nuevamente me interrumpió.
-“Lo que yo quiero, es que intente usted comunicarse con mi difunto marido, o con algún radioaficionado muerto, para que nos diga donde guardó esos papeles...”
Quedé estupefacto. Sin habla. Había leído en alguna parte que ciertas personas terminan por creerse lo que ven en la televisión, pero no creía que fuera cierto. Uno puede emocionarse ante una película especialmente sentimental pero, tomar como cierto el argumento de una película de ínfima calidad, emitida mil veces por televisión, era increíble.
No puede decirle la verdad de mis pensamientos a la abuelita. Sus ojos anegados de lágrimas, a duras penas contenidas, hicieron mella y, profundamente apenado, le respondí que haría cuanto pudiera , aunque no le aseguraba el éxito pues estas comunicaciones con el “más allá” eran muy difíciles y se necesitaban una especiales condiciones atmosféricas de propagación, que sólo sucedían muy de vez en cuando. Ella lo comprendió y agradeció con una triste pero encantadora sonrisa. Me puso la mano en el hombro y tiró de mí hacia abajo hasta tenerme a su altura. Entonces, depositó un candoroso beso en mi mejilla. Acto seguido, y como por encanto, recompuso su actitud digna y, recogiendo su bolso y abrigo, anunció que debía irse pues era la hora de preparar la cena a su perrito.
Cuando le conté el suceso a mi esposa, se le saltaron las lágrimas. A mi también pero, por otro motivo. Estaba realmente indignado con la manipulación que, constantemente, es objeto la radioafición por parte de periodistas, guionistas y miserables radioaficionados que se empeñan en hacernos aparecer como cualquier cosa menos lo que realmente somos, experimentadores de ondas electromagnéticas. ¡Qué manía tienen unos y otros en mostrarnos como hermanitos/as de la caridad, buenos/as samaritanos/as, bomberos/as, policías, pero nunca, nunca, para lo cual obtuvimos nuestra licencia: para estudiar, investigar y experimentar con las ondas de radio.
Algunos días más tarde, llamé a la puerta de mi querida viejecita. Me hizo pasar dentro de su piso, lleno de recuerdos y allí le conté que, por mucho que lo había intentado, no conseguía ningún resultado que condujera a la resolución de su problema.
-“Ya lo se, joven. No piense que me creí lo que mostraba aquella película. Sólo quería comprobar que usted es una buena persona, dispuesta a escuchar a una vieja como yo, aunque le pida algo tan estúpido como hablar por radio con los muertos”
Quedé sin habla. Una vez más me había desorientado, pero ella, sonriendo, prosiguió:
-“Dentro de unos días voy a mudarme de piso. Iré a vivir con mis hijos, lejos de aquí. Mañana vendrán los de las mudanzas para desmantelar el piso pero, antes quería hacerle un regalo.” Se levantó y rebuscó en un armario hasta sacar con un gran esfuerzo una enorme caja, que me apresuré a ayudarle a dejar encima de la mesa camilla.
-“Ábrala, joven, es para usted”
Totalmente desconcertado, quité la tapa de la caja y en su interior apareció un aparato de radio en forma de capilla, de madera pulida y magníficamente trabajada por las manos talentosas de algún carpintero ebanista de primeros del siglo pasado.
-“Perteneció a mi padre, que fue un gran entusiasta de la radio. Adquirió uno de los primeros que se construyeron aquí, y siempre lo he guardado como recuerdo suyo. Ahora es para usted, porqué se que sabrá valorarlo adecuadamente, no por su valor monetario, sino por lo que representa para una verdadero radioaficionado.
Tremendamente emocionado recogí de sus manos aquel valioso objeto y lo admiré con veneración. Sin poder contener las lágrimas, la abracé tiernamente. Me acompañó hasta la puerta. Nos miramos y, sin poder cruzar ninguna palabra, nos despedimos con la mirada.
Al día siguiente, ha instancias de mi esposa, decidí volver a visitar a mi nueva amiga. Llamé a su puerta y abrió un hombre con mono de trabajo, la frente sudorosa y rodeado de cientos de cajas de cartón. Era uno de los operarios de la empresa de mudanzas. Pregunté por la señora y me dijo que ya había marchado. No, no sabía cual era su dirección. Ellos tenían orden de llevar todo aquel material a un almacén de la empresa y guardarlo hasta nuevo aviso. Pregunté a los vecinos. Nadie sabía nada. Algunos hasta me felicitaron porqué suponían que me había librado, por fin, del incordio de la viejecita. No me detuve a explicarles nada. No lo entenderían. Casi no podía entenderlo yo mismo.
El aparato de radio de “capilla” estaba en perfectas condiciones de funcionamiento, y su aspecto exterior e interior era impecable, sin una mota de polvo ni arañazo. Impecable. En la parte trasera descubrí una pequeña placa metálica de color amarillo bruñido con una inscripción que decía: “A mi querida hija, para que su afición por la radio siempre la acompañe”.
Ahora, el receptor ocupa un lugar importante en la casa familiar. Mi esposa, mis hijos y los familiares más allegados conocen la historia y, cuando pasan frente al aparato, lo miran con respeto y emoción. Mientras tanto, miro a mis hijas que van creciendo en un mundo de comodidades, donde las comunicaciones son algo tan normal que han perdido toda la importancia que antaño tuvieron. Pienso si seré capaz de inculcarle el verdadero espíritu del radioaficionado y, si antes de abandonar este mundo traidor, seré capaz de dejarles un recuerdo como el que me legó mi adorable viejecita. Ahora se que a ella también le dolió la tremenda horterada de la película “Frequency”
5 comentarios
Emilio -
73,s
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